Aprender también puede generar placer. Cada vez que el cerebro se enfrenta a algo nuevo o desafiante, se activa el circuito de recompensa, formado por el área tegmental ventral, el núcleo accumbens y la corteza prefrontal. Este sistema libera dopamina, una sustancia que refuerza las conductas que brindan satisfacción. Así, comprender una idea, resolver un problema o recibir reconocimiento despierta el mismo mecanismo que otras formas de gratificación.
Durante la adolescencia, este circuito se encuentra hipersensible a la novedad y la emoción, lo que explica por qué los jóvenes buscan experiencias intensas. Desde la educación, esta característica se transforma en una oportunidad: un entorno estimulante y afectivo puede orientar esa energía hacia el aprendizaje apasionado, mientras que el aburrimiento o la presión excesiva la inhiben. Cuando el estudiante siente curiosidad y ve sentido en lo que aprende, su cerebro responde con dopamina, consolidando nuevas conexiones neuronales.
El rol docente consiste en activar el sistema de recompensa de forma saludable, ofreciendo desafíos que generen esfuerzo y logro. No se trata de premiar con estímulos externos, sino de despertar el placer interno de aprender. Pequeñas dosis de sorpresa, humor o descubrimiento mantienen la atención y refuerzan la memoria. La retroalimentación inmediata un “muy bien”, una sonrisa o una mejora visible también actúa como refuerzo biológico.